Noche de Fausto

El Fausto rezumaba grandeza. No de esas de realeza, con joyas enzarzadas y un olor agrio a elegante culpabilidad. Era una grandeza de pieles de león colgadas tras cazarlas. Hércules estaría orgulloso. Pero volvamos dentro del Fausto. Además de su aspecto culto y refinado daba lugar a lo insólito entre sus partes perfectas. Cabezas reduzidas de indígena sobre las estanterías junto a los libros de anatomía elemental. Pipas de mazorca de maíz colgadas en la pared, sobre cuyos orifizios de salida asomaban gusanos de seda. Nada es lo que pudiera parezer, nada es simple y desacertado. Todo es parte del carácter intrínseco de este hábitat cuneiforme del buen hazer, de vientre y corazón.
En un rincón está sentado el comerziante de esclavos, Elbel, quien apodado el 'Trán', jugueteaba con una moneda de oro entre sus dedos. Sentado solo en una mesa de madera, inquietantemente diferente a todas aquellas de mejor aspecto. Un tipo un tanto singular, pero que a pesar de su carácter áspero y su profesión carente de ética, sonréia bonachonamente, pues sabía que dentro del Club sólo había amigos, hermanos, camaradas. Todos a una, como los mosqueteros en pos de la eterna victoria prometida del saber máximo alcanzado. Soñadores con derecho a serlo, divisores de nuevas tierras y tesoros escondidos.

Igor espera alguna órden indirecta desde un extremo de la habitazión. Entonzes, poco antes de que empieze Dellamorte a dar la buena nueva, Elbel se levanta de un salto, y con saña enfurezida lanza su moneda de oro contra el monóculo reluziente del Barón. Al que todos esperaban. Un silenzio lo cubrió todo. El estrépito se hizo eco y apenas el viento se atrevía a rugir contra las ventanas mal cerradas de la habitazión. Elbel atravesó con su mirada al barón, y de forma sonora se echó a reír, señalando al buen burgués, que con sus galas habituales entraba con zierta sorna anodina de pose señorial. Una característica única del Club era que todo aquel que se reuniera con más de dos socios, se haría sentir para sí tan importante como cada de sus latidos. Y nadie tenía que fingir ni hazerse valer. Nadie tenía que ser alguien siquiera. Estamos ante un momento de total sumisión del control.

-”Ni la escoria más opulenta me reprime de dezirte que nunca fuiste más bienvenido, amigo. Prometí mientras jugaba con esa moneda entre mis dedos, que si te conseguía azertar en uno de los ojos haría promesa de luto. A partir de ahora abandono el negozio de lo humano, los esclavos, raptos y conjuras de nezios. He visto la luz. El brillo de tu monóculo, su brillo, su penetrante brillo, me ha hecho enloquezer. A mí, buen mercader de la carne sin espezia, presto, me premia la búsqueda del sueño propio. A partir de ahora dirigiré la Escuela Taller Botánica de la Exposizión. ¡Quiero plantar hojas de oro, como el brillo del cristal graduado. Las llamaré plantas de oro. Serán mi mercanzía, mi familia. Y todos mis esclavos te los regalo, son todos tuyos. Renunzio en tu nombre sus vidas, me muestro aparte del problema. ¡Soy libre, soy libre! - Se sentó, y sonriente, sacó de su bolsillo otra moneda. Esta vez de fina plata, y siguió allí ensimismado con sus pensamientos de nuevo jardinero. Mientras tanto, el barón, estupefacto, en pie frente a los otros comensales del conozimiento, dispuso una mueca y dijo en voz queda:

-¿Cómo puedes atreverte siquiera a decidir tu futuro lanzando una moneda? Ya lo dijo Einstein; “Dios no juega a los dados”.

-Porque la vida, querido Barón -dijo Elbel- no hay que tomársela en serio. Mira todos esos hombres infelices que ansían formar parte de salones de la fama por periodo vitalicio. ¿Acaso disfrutan del camino o solo pueblan los segundos de su existencia con miedo a los fracasos? Cultivar el yo, Longazzo, no es más que gastar tus ahorros y energía en erigir una cariátide de frágiles clavículas, que no podrá resistir el peso de los cielos; parodias de un Atlas raquítico.

Manuel di Longazzo se atusó el bigote y reflexionó hondamente en la disertación de el “Tran” mientras oteaba el horizonte, amarillo purísimo, de la avenida principal de la Exposición Anacrónica. Ahí afuera la atmósfera era de jirón impresionista, de amarillo y azul como la noche estrellada de Van Gogh, ración extra de locura y en déficit de oreja, sí señor.

-Es posible, estimado Elbel, que nuestras vidas no sean más que un carnaval en el que elegir fina porcelana para vestir nuestros rostros y representar una función. Después de todo, ¿a qué tanto afán por ammonites, belemintes, gneises y pizarras por mi parte? ¿A qué tanta ilusión por la palabra y la verdad del alma pura en Dellamorte? ¿A qué tanto soplar lomos de libros maravillosos, eh Lux? Solo son meras distracciones que, en cualquier momento, podrían desvanecerse y ser detrito, abono de un nuevo apetito del fuelle de la vida. Erskine Caldwell, gran escritor, ¿verdad Bennet?

-Oh sí, faltaría más -añadió la bibliófila madame.

-Ya dijo que si un hombre sentía necesidad de reunir y criar cerdos, así lo haría, sin importar si arruinaba el cimiento de su vida; su mujer le dice adiós, sus hijos no le entienden y él, de vuelta, como progenitor, menos aún. Qué más da. Somos títeres, y ya está.

-En efecto, querido Manuel, es por eso que debemos dejarnos llevar. Carpe diem, sé feliz con el capricho del instante. Es por eso que estas piezas niqueladas determinan cuándo soy negrero y cuándo libertador. Y ahora, si me lo permitís, iré al estanque a pescar una gruesa carpa de escama lisa y boqueante de inquietudes cuando abandone su líquida morada, para gozar por momentos de este cielo y del jolgorio del gentío, del ruido de la vida sobreacuática. Luego la devolveré a su hogar.

-Es fascinante, ¿no Manuel -siguió Lux Bennet-. Te indignó en su momento lo azaroso del destino de Elbel, también llamado “Tran”, y en tan solo unos minutos su apetencia cambiará por siempre la vida de la gran carpa en el estanque, llevándola a ver las alturas, aquéllas que hace tiempo renunció a soñar.
Pero señores míos, dejaros de estoicismos, recuerden que el único que va con la corriente es el pez muerto, y depositando toda fe en el libero arbitrio, yo os invito a dejar tanta metafísica a un lado, y recordad que el humo y la absenta esperan. Brindemos por todos esos nuevos hombre libres y permitidme que os lleve a temas menos profundos. ¿Habéis oído hablar del folletín de cómo bailar el vals? A punto está de ver la luz. Y a mi, que me gana Igor en cuestiones de baile, me parece de necesidad inminente. 

-¿El folletín del naufrago? Pues vaya profesor. Dicen que fue el único superviviente de una nave de 130 almas y cómo agradecimiento peregrinó hasta Jerusalén. De vuelta, vino a parar a la Exposición, llegó en carretilla, con los pies atrofiados y maldiciendo contra la inconcebible ignorancia del mundo. ¿Acaso se le desvaneció el discurso al llegar aquí y quiso darnos en el punto renqueante? ¿Se pasó por Viena o por la Corte Rusa?


- Hasta donde yo sé ese hombre ha dado vueltas por todas las cortes europeas como la moneda de Elben antes de estamparse en vuestra cara, barón. Las emperatrices, desde Sissi a Catalina la grande se han jactado de tenerlo en sus salones. De tanto andar en líneas rectas hasta Tierra Santa, se le estropearon los andares de manera que ya sólo supo dar vueltas. Y de levitar en redondo, se le fue un poco la cordura. Pero le quedó la suficiente para que al llegar aquí, le indignara un Gran Salón que sólo era utilizado por los disolutos sabios que no sueltan la copa mientras se vanaglorian de teorías y descubrimientos. Así que el empeño es loable. Nos enseñará a volar de a dos, para que no se yergan Icaros solitarios. Habrá un gran baile de gala y rama ensortijada, para año nuevo. Que digo yo, que ya era hora de ponerle ritmo y música a esta Balada de silencio.